viernes, 18 de julio de 2008

Hoy presentamos: “Ester contra Bush”. (Capítulo II)

“Ese Bush me tiene harta”, murmuró Ester una noche, mientras jugaba a las cartas con El Increíble Hulk, Gabriel Batistuta, Batman y el gato Chatrán. “No te calentés, Ester”, contestó Chatrán, al tiempo que vaciaba de un trago su vaso de ginebra. “El mundo ya no necesita de superhéroes”, agregó el felino.

“No me vengas con eso a mis 75 años... A ese muchachito alguien tiene que ponerle los puntos”, comentó la anciana. Rápidamente concluyeron el juego y cada uno decidió regresar a su casa. “Batman, dejá que al batimóvil lo manejo yo, te noto algo dormido...”, sostuvo Batistuta. “Dale”, le agradeció Batman. “Estoy muerto: hoy estuve haciendo un pozo en la baticueva para instalar de una vez el gas natural y no sabés como me duele la espalda”, concluyó el encapotado. En breves segundos, el estacionamiento de Ester quedó vacío y en silencio.

Completamente sola en su casa, Ester daba vueltas una y otra vez. “Ma’ sí”, dijo en un momento. “Ese cangrejo norteño me va a escuchar”, resongó. Concluido esto, preparó un bolso en donde metió algunas enaguas, un par de corpiños a prueba de granadas, un peine y una ametralladora M 16. Finalmente, le dio de comer a la piraña que la anciana cría en su bañera y partió rumbo al aeropuerto de su ciudad, Oslo.

Cuando despertó, el Boeing 777 en el que viajaba ya sobrevolaba Washington. Luego del aterrizaje, tomó un taxi en la avenida Stevie Wonder y no paró hasta dar con el enrejado que antecede a la Casa Blanca. Decidida, se acercó hasta la entrada para hablar con el guardia que allí se encontraba.

“Flaquito, decile a Bush que Ester vino a verlo”, le comentó la anciana al hombre de seguridad. Por el contrario, el uniformado apenas le prestó atención. “¿Me ignorás? Ahora vas a ver...”, murmuró Ester, mientras procedía a treparse por una de las rejas. “Señora, deténgase”, le advirtió el guardia. Pero sus palabras sólo llegaron a ser eso: una tardía advertencia. Un cabezazo dado por la anciana con el parietal derecho dejó inconsciente al militar.

Ester avanzó, rápida y decidida, por el jardín, con la ametralladora tambaleando entre sus manos arrugadas por tantos años de trabajo y sacrificio. “Salí, George, o entro yo y se pudre todo”, amenazó la anciana, casi a los gritos. Un segundo después, una puerta se abrió y un hombre alto, con barba de 3 días, y vestido sólo con una camiseta de Boca Juniors de Argentina, se presentó a recibirla. Era Bush.

“¿Qué sucede, servil viejecita?”, preguntó Bush. “¡A vos qué te pasa!”, lo increpó Ester. “Te metés en Afganistán, Irak, Corea y pronto lo vas a hacer en Sudamérica”, le respondió, enojada, la mujer. “¡Terminála de una vez, querido!”, agregó ahora, sacando del bolso su bastón modelado en sauce llorón. “Ancianita subdesarrollada, andáte a tomar la pastilla. Yo hago con el mundo lo que se me antoja”, contestó Bush.

“Eso es lo que vos te creés...”, lo interrumpió Ester, para luego apretar el gatillo de su M 16 hasta no dejar un vidrio sano en todo el frente de la Casa Blanca. El Presidente de Yanquilandia, asustado, se lanzó cuerpo a tierra, tapándose los oídos con las manos. “Deténgase, por favor. Mis dientes son sensibles al crepitar de vidrios estallando en mil pedazos”, suplicó Bush, entre lágrimas.

“Está bien”, dijo la anciana. “Pero esto no termina acá: ahora te quiero sobre mis rodillas: voy a nalguearte por ser mala persona”, explicó Ester. Y Bush, obedeciendo, se colocó sobre las rodillas de la anciana. Obviamente, como sólo estaba cubierto con la remera de Boca Juniors, su trasero blanco, y con algún que otro grano de fuerte carga sebácea, se entregó dócilmente al castigo furibundo de la abuela guerrera.

Cuando Ester partió de la Casa Blanca, custodiada por un pelotón de la Guardia Nacional y media docena de tanques y cazabombarderos F 18, Bush presintió que, de portarse nuevamente mal, la anciana regresaría por él. Así, al otro día retiró todas las tropas que tenía por ahí, aniquilando al mundo, y se afilió al sindicato de taxistas de Washington: su sueño siempre había sido conducir un auto viejo, con olor a canario muerto y sin stereo.

Por su parte, Ester decidió hacer un poco de ejercicio y regresó nadando a Suecia. De esta forma, marcó un nuevo record de velocidad hídrica en lo que a estilo pecho se refiere. Al llegar, Batman y Chatrán la esperaban en la costa. Sonrientes, y algo ebrios por algún que otro barril de cerveza bebido en el camino, ambos le dijeron al unísono: “Ester, lo has hecho otra vez”.

La abuela tomó su bastón, caminó con dificultad, pero sonrió con fuerza. Al hacerlo, se dio cuenta de otro detalle: en su travesía a nado, a través del Atlántico, había perdido otro diente. El penúltimo natural que le quedaba. Pero no le importaba. “La seguridad del mundo bien que vale un diente menos”, pensó, y partió con sus amigos rumbo a un bar en donde, por una vez, pudiera al fin beberse un vodka con bastante hielo y mirar alguna de sus telenovelas favoritas.



*Basado en una historia real.


jueves, 17 de julio de 2008

Hoy presentamos: “Ester contra los empleados bancarios”. (Capítulo I)

Mañana fría en Oslo, Suecia. Engripada y escupiendo a través de la ventanilla baja, Ester estacionó su Toyota Corolla justo en medio de la avenida Libertad Lamarque. Bajó con rapidez y se dirigió a la sucursal del banco “Te-Chupo-La-Sangre S.A.” con el honesto fin de cobrar su jubilación.

“Señora, le hemos descontado de su jubilación $ 100 por impuesto a la respiración excesiva, $ 32 por agacharse a sacar las prendas mojadas de su lavarropas, y $ 17 por votar con la mano izquierda durante las últimas elecciones”, le dijo el cajero al tiempo que, risueño, masticaba violentamente un chicle con sabor a delfín guatemalteco.

“Eso no puede ser”, contestó Ester, casi enfurecida. “Lo lamento, viejita”, agregó el empleado, riéndose.

La anciana no podía soportar tal atropello. No señor. Ciega de rabia, tomó su bastón modelado en madera de sauce llorón y destrozó de un golpe el cristal que la separaba del cajero. “Viejita, llamaré al Gerente si te seguís haciendo la difícil”, la amenazó el empleado. Igualmente, la decisión no se hizo esperar: conduciendo una Harley Davidson modelo ´67, el Gerente apareció en el hall central del banco.

“A mí no me van a descontar eso...”, lo increpó Ester, rápidamente. “¿Ah no? Le vamos a sacar eso y mucho más...” comentó el Gerente, mientras encendía un Marlboro Light sin filtro y procedía a destapar una botella de cerveza que llevaba oculta entre sus ropas.

“Mire, no quiero, a mis 75 años, tener que recurrir a la violencia...”, le advirtió la anciana. “Pues úsela si quiere, somos dos y le ganamos fácil...” la desafió el Gerente.

Ester no se hizo rogar. Diez años practicando kick boxing y 38 peleas como boxeadora profesional no habían sido en vano... Ágil como una pantera, dio un salto y le colocó al Gerente una patada voladora que lo hizo caer abrazado a su Harley. A su vez, cuando el empleado intentó practicarle un piquete de ojos, Ester se agachó y le aplicó una barredora al talón que lo hizo trastabillar, y luego un gancho de derecha que hizo volar al joven justo hasta la bóveda central del edificio.

Pero ambos, empleado y Gerente, se recuperaron fácilmente y se le fueron encima a la anciana. Ester respiró profundo -descuéntele $ 4 más por esa cantidad de oxígeno malgastada, jefe, le dijo el cajero al Gerente- tomó su bastón, lo agitó en el aire y lo ocultó bajo su axila izquierda. “Esto se llama Bo”, dijo la mujer. “Y aprendí a usarlo muy bien durante los 30 años que estuve en Japón como estudiante de intercambio”, agregó. Luego, dio media vuelta y, a una velocidad similar a la de la luz, colocó distintos golpes en la rodilla y en la encía del empleado, y un fuerte palazo en una de las orejas del Gerente. Los dos quedaron inconscientes...

A su alrededor, todo el mundo corría y gritaba. Con tranquilidad, Ester se acomodó el pelo y la pollera campana que llevaba puesta y salió a la calle. Luego aceleró su Toyota y se perdió velozmente por la calle Jean Paul Belmondo. Se sentía satisfecha: había ganado respeto y no le habían descontado nada de su jubilación. Pero, más allá de eso, otra cosa había sucedido: alguien inesperado había surgido para luchar a favor de los tristes y desahuciados. Por los pobres y por los que tienen re poco. Por los indecisos y los que siempre votan a los mismos. Por los que defienden a las ballenas y luego comen caviar.

Ester se hacía llamar, pero pronto, en los círculos envidiosos de los superamigos, la anciana valerosa comenzaría a ser conocida como “La Abuela Guerrera”...

*Basado en una historia real