sábado, 4 de octubre de 2008

Hoy presentamos: "Ester salva a una ballena". (Capítulo V)

Oslo, 6 de la mañana. Luciendo un traje de baño de dos piezas, con un estampado de Ricardo Montaner en la tela, Ester salió de su casa con la intención de darse un ligero chapuzón en el Mar del Norte. Pese a que el termómetro marcaba 39 grados bajo cero, la anciana de 75 años se sentía un tanto acalorada. Eso, demás está decirlo, era previsible: recién había culminado con una serie de ejercicios que incluían 8 horas de pesas, 323 series de abdominales y 5 horas de tejido al crochet.

Una vez en el agua, la anciana nadó durante un par de horas, completamente distraída. Sin embargo, para cuando se dio cuenta, ya había cruzado el Atlántico y estaba justo frente al canal de Panamá. “Yo le meto pata”, pensó para sí, y luego de pasar al Pacífico, enfiló con destino al sur. A la altura de Valparaíso, Chile, se acercó a la costa, bebió un vaso de vodka con hielo y continuó viaje. En 12 minutos estuvo en el Estrecho de Magallanes y, luego, distendida, flotó muy cerca de las playas argentinas.

Cuando la anciana estaba a punto de atrapar a un pingüino que le había picoteado, al pasar, una nalga, un estruendo inesperado casi le provocó un ataque de reuma. Espantada, Ester se sumergió unos 1000 metros. Cuatro horas después, salió a la superficie y se encontró con algo insospechado... Un flota de balleneros, compuesta por un barco tripulado por media docena de japoneses rubios, un galeón inglés, una lancha que transportaba a la selección de jockey del Tibet, y una canoa repleta de gitanos bailando una tarantela, navegaba a su lado. Al mirar al norte, Ester comprendió todo: una ballena azul, acalambrada, flotaba tranquilamente a escasos metros de ella.

Enseguida, los barcos comenzaron a atacar al mamífero. Decididos, los japoneses le arrojaron a la ballena 4 televisores Sanyo y un cargamento de bolsas de arroz “Chico-el-Grano” en estado de putrefacción. Por el contrario, los ingleses la bombardearon con 7 imágenes de Elton John rascándose una pierna antes de dormir. Aún así, la ballena no se detuvo.

Despiadados, los tibetanos comenzaron a rezar y, casi al instante, una estatua de Buda comiendo camarones cayó a centímetros de la ballena. Sin quedarse atrás, los gitanos le lanzaron botellas repletas de dientes, un ventilador de techo, y un pote de crema para combatir la soriasis. Este último dio en la nariz del mamífero y la ballena frenó su marcha. Espantada, Ester comprendió que debía entrar en acción...

Utilizando sus uñas, fortificadas con calcio y combustible para aviones, trepó por el casco del buque japonés y, de un codazo, derribó al primer oriental que se agachó para saludarla. Enseguida, el Sr. Miyagui, capitán de la nave, apareció en escena desenvainando una katana algo desafilada. Rápida de reflejos, Ester tomó un salvavidas (Made in “Acá a la vuelta”) sujetó los brazos del japonés rubio y, aplicándole un revés con la mano derecha, lo mandó directo a la chimenea del barco. Atemorizados, el resto de los marinos se dieron patadas en los testículos entre sí y luego pusieron proa a Tokio. A lo lejos, sin ofrecer resistencia, los ingleses también huyeron.

Comprobado esto, Ester tomó una Honda Ninja -que de casualidad estaba estacionada sobre la cubierta del barco oriental- y, luego de improvisar una rampa con el cuerpo de un japonés desmayado, saltó con la moto hasta dar con la lancha de los tibetanos. Rápidamente, el equipo de jockey –palos en mano- avanzó para darle su merecido a la anciana. Obviamente, nadie lo esperaba: desde la parte superior de su traje de baño, Ester extrajo su mundialmente famoso bastón modelado en sauce llorón. Enseguida, comenzaron las estocadas. Los tibetanos avanzaron en dos grupos, por lo que la anciana decidió dar una vuelta invertida en el aire para, luego de aguantar las náuseas por el giro, quedar en medio de ambas formaciones. Una vez allí, colocó un rodillazo en la ceja de uno de sus contrincantes, a otro lo dejó ciego de un escupitajo, y a un tercero le aplicó una combinación de patadas en las muelas, gancho al hígado y cabezazo en el tabique nasal que culminó por dejarlo desparramado sobre la cubierta. Sin pensarlo dos veces, el resto de los presentes se dirigió a la cabina de mando y cambió el rumbo de la embarcación.

Pero aún quedaban los gitanos. Ester tomó la moto y, acelerando de 0 a 100 en 5 segundos, saltó por una tarima en búsqueda de la canoa de los cazadores de ballenas. Pero un error de cálculo produjo lo inevitable: la anciana había acelerado en exceso, y cayó al agua luego de sobrevolar la cabeza del enemigo. Pese a esto, enseguida logró subir a la canoa con la agilidad que distingue al tucán en celo. Obviamente, los gitanos no la iban a hacer fácil. En cuanto vieron a Ester, comenzaron a bailar más rápido su tarantela: buscaban marear a la anciana. Pero Ester no se amedrentó. Por el contrario, en segundos consiguió danzar a la par de los gitanos y estos empezaron a vomitar y perder el equilibrio. Luego, y de acuerdo a su pasado como futbolista de la selección sueca, la anciana comenzó a vaciar la canoa a puro puntapié. El primer gitano que salió impulsado de la embarcación, producto de un derechazo de volea propinado por Ester, cayó en Angola (donde, según algunos, puso un restaurante y una concesionaria de automóviles) otro en Costa Rica (fue presidente de ese país) y un tercero en la Isla de Borneo (murió atacado por un cangrejo en estado vegetativo)

Los sobrevivientes a la ofensiva de la abuela guerrera, prometieron abandonar la cacería, afeitarse más seguido, y no regresar nunca más por esas aguas: la ballena estaba a salvo.

Fatigada, Ester volvió al agua y nadó en estilo pecho hasta llegar a Montevideo, Uruguay. Una vez allí, tomó un vuelo de Aerolíneas Francescoli y regresó a Oslo. Cuando finalmente arribó a su casa, comprobó, sorprendida, que aún tenía mucho calor. Para remediar esto, quitó todo lo que tenía en la heladera y, llevándose consigo una almohada rellena con cabellos de Pelé, se encerró dentro del artefacto con el fin de disfrutar, al menos una vez, de una cómoda siesta.



* Basado en una historia real

jueves, 4 de septiembre de 2008

Hoy presentamos: “Ester, la danza y los recuerdos”. (Capítulo IV)

Noche de juerga, algarabía y diversión en Oslo. Con la presentación en vivo de Tina Turner y del sobrino nieto de Caetano Veloso, la Pantera Rosa festejaba sus 106 años en compañía de parientes, admiradores y amigos. Así, entre estos últimos podía contarse a José Luis Perales, El Hombre Nuclear, Los Tres Chiflados y, recién llegada de México, María Antonieta de las Nieves (conocida mundialmente como “La Chilindrina”) Pero, de toda esta constelación de estrellas, cráteres, y agujeros negros, una luminaria se destacaba por sobre todas las cabezas: Ester.

Al tiempo que hablaba de política, yoga y métodos para bautizar a un musulmán ciego, la anciana daba cátedra de conocimiento versátil e indiscriminado en tanto que, inquieta, hacía jueguitos y piruetas con un balón de fútbol y, además, degustaba su tradicional vodka con hielo.

Alrededor de las 4 de la mañana, un viejo conocido de Ester se hizo presente en la reunión. Erguido sobre su caballo, molesto por unas hemorroides traicioneras, y quitándose el sombrero para saludar a la cumpleañera, El Zorro se acercó a una de las mesas para servirse una piña colada, comerse una porción de camello hervido y, de paso, pegarle un puntapié al perro Rin Tin Tin, que dormía bajo una de las ya mencionadas mesas.

Pese a que nadie lo suponía (sólo la KGB lo sospechaba) El Zorro y Ester se conocían más de la cuenta: habían sido novios en 1950. Pero, según luego contaría Juan Domingo Perón (amigo de Ester) la anciana habría abandonado al superhéroe enmascarado debido a que éste, necio, no dejaba de poner su famosa “Z” en todos lados con su desafilada espada, incluso en los vestidos nuevos que la anciana robaba a menudo. Pero, según la palabra de algunos cultores del reggae, algo más habría motivado la separación...

“Hola, diosa”, le susurró El Zorro a Ester, en el oído y ni bien la tuvo a su alcance. “Qué hacés, perdido”, contestó la anciana, mientras meneaba la pelvis al ritmo desenfrenado de los Chemical Brothers. El Zorro bebió un trago de piña colada, volvió a patear a Rin Tin Tin, y continuó con su estrategia de seducción: “Cada vez estás más hermosa, bicho canasto”. “Tengo el presentimiento de que voy a besarte”, agregó el enmascarado, para luego sacar de su capa negra un ramo de jazmines que rápidamente entregó a la anciana.

“Rajá, no los quiero”, contestó Ester, apoyándose sobre su bastón modelado en sauce llorón. Parecía distraída; su mirada se perdía en la pista de baile; lugar en donde José Luis Perales, completamente ebrio, improvisaba un streap tease subido al techo de un automóvil. “Vamos, chiquita, alguna vez tenés que perdonarme...”, argumentó El Zorro al tiempo que, con su espada, traspasaba a una cotorra que justo pasaba volando por allí. “Eso nunca”, contestó la anciana. “Vos me engañaste con Hillary Clinton y luego con la Cicciolina: nunca voy a perdonártelo”, agregó Ester. “Era joven, corazoncito de melón, tenés que entender mis impulsos...”, trató de defenderse el héroe americano. “Esa no es excusa”, dijo Ester mientras, aburrida, comenzaba a pinchar con un tenedor la nuca de Moe, el más cerebral de Los Tres Chiflados. “Yo también fui joven y, sin embargo, nunca le presté atención a todas las propuestas amorosas que me hizo John Travolta durante años”, murmuró la anciana, visiblemente ofuscada.

“Vení, cucharada de azúcar, vamos a bailar. Este tema me motiva...”, comentó El Zorro mientras, de fondo, sonaba una versión remixada del hit “Loco Mía”. Imitando a un ejemplar de rapero neoyorquino desquiciado, El Zorro cruzó una pierna por detrás de la otra y, gritando “Guarda”, giró sobre su talón hasta quedar erguido sobre un solo dedo de su pie derecho. Reunidos en círculo junto a él, los presentes aplaudieron a rabiar. Harta de cederle protagonismo a tan infiel superhéroe, Ester decidió no quedarse atrás. “Esto lo saqué de Cocoon I”, murmuró la anciana y, a modo de caminante lunar, deslizó su cuerpo hacia atrás sin despegar los pies del suelo encerado. Luego, abrió sus piernas imitando a Jean Claude Van Damme, se colocó de espaldas al piso y, sin dejar de flexionar las rodillas, comenzó a girar como un trompo hasta transformar su figura en un huracán californiano.

Excitados, Los Tres Chiflados se rompían botellas en la cabeza, y luego se prendían fuego unos a otros para festejar la agilidad de la anciana de 75 años. Al mismo tiempo, Tina Turner escupía a La Chilindrina y, sereno, el sobrino nieto de Caetano Veloso hablaba con el Hombre Nuclear sobre budismo y recetas para cocinar a una chinchilla.

Sorprendido y sintiéndose avergonzado ante la destreza de Ester, El Zorro se hizo a un lado del público presente, tomó a su caballo (Tras) “Tornado”, le dio un último puntapié a Rin Tin Tin (Al que el perro eludió con un:“¡Basta, tarado!”) y partió de la fiesta prácticamente a la carrera, atropellando a su paso a 6 mesas de póquer, una motocicleta portuguesa, 8 integrantes del reality show “Operación Triunfo Argentina”, y un retrato pintado al óleo de Mickey Rourke.

“Bravo, Ester”, dijo José Luis Perales, mientras le acercaba a la anciana un habano y un vaso de vodka. “¿Dónde aprendiste eso?”, la interrogó el cantautor mientras, sin disimulo, contemplaba las piernas apenas arrugadas de Ester. “Pues, me lo enseñó un novio que tuve una vez...”, contestó la anciana, haciéndose la distraída. “Eso sucedió una noche en la que no me sentía bien”, agregó, entre risas, la mujer, mientras saltaba sobre una mesa para luego comenzar a bailar descontroladamente una versión rumana de “Aserejé”; pieza compuesta por las inoxidables Ketchup.

“Contáme ¿Qué tenías?”, insistió Perales, al tiempo que mordía con cuidado una silla de mimbre. “Fiebre de sábado por la noche...”, murmuró, pícara y sonriente, una divertida Ester. Aún así, un brillo extraño; un halo de melancolía pareció nublar su mirada...

La anciana sacudió su cabeza, tomó una botella de Tequila y retornó a la pista de baile. Un rato después, saldría algo mareada de aquella multitud danzante. Finalmente, quienes la llevaron a su casa –un uruguayo y una mujer descalza que, tipo 6 de la mañana, irrumpieron y asaltaron a todos en la fiesta- dicen que Ester mencionó algo respecto a un último brindis antes de dormirse en un baldío repleto de cebras y narcotraficantes. Un trago que, según los delincuentes, la anciana le habría dedicado a un viejo amor de juventud. Un brindis que Ester habría efectuado a nombre de John Travolta...

*Basado en una historia real

viernes, 1 de agosto de 2008

Hoy presentamos: “Ester contra los vendedores de calzado”. (Capítulo III)

La tarde caía, inclemente, sobre Oslo. Tras concluir su participación en un campeonato de pulseadas (o torcidas, depende el gusto), Ester comprendió que, de continuar utilizando esquís en pleno verano, sus problemas de reuma empezarían a complicarse. Resuelta a superar este malestar, a la salida del club pasó por un kiosco, compró el último ejemplar de la revista “Como tejer una manta mientras usted se depila la rodilla” y, subiéndose a su Toyota Corolla, enfiló por la avenida Nicola Di Bari rumbo a una vieja zapatería que una vez le había recomendado la perra Lassie.

Luego de dar con el comercio, estacionó su automóvil, tomó su bastón modelado en sauce llorón, y se internó en la tienda de zapatos “El Patadón” con el fin de conseguir algún botín que se ajustara a su gusto.

“Pase por aquí”, le indicó una vendedora que paseaba en bicicleta dentro del local. “El señor Manu Chao, nuestro empleado estrella, va a atenderla”, concluyó, tras eludir con su vehículo de dos ruedas un sofá negro instalado en el lugar. Cuando el vendedor se acercó, Ester se encargó de resumirle lo que buscaba: “Mire, chiquitín, quiero unos zapatos de taco bajo, anchos en las puntas y con el interior sumamente acolchado”. “Enseguida le traigo algo”, contestó Manu Chao.

Al instante, el empleado volvió con una caja. “Bueno, anciana”, explicó. “Estos son los New Balance 300/Z, dotados de una suela apta para saltar edificios de hasta 22 pisos, hebilla con paracaídas, lanzamisiles incorporado, y una radio sintonizada en iraní”, comentó. “No, querido”, lo interrumpió Ester, mientras se acomodaba su largo cabello gris. “Yo busco unos zapatos sencillos, que no me hagan doler los juanetes o me saquen ampollas”, le aclaró la anciana con amabilidad. “Está bien”, respondió el vendedor, un tanto molesto. “¿Busca algún color en particular?”, agregó. “Sí”, comentó la anciana mientras, con su bastón, derribaba una abeja que revoloteaba cerca de su rostro. “Quiero algo acorde a mis 75 años... Un amarillo fluo creo que iría bien con el color de las plantas carnívoras que acabo de plantar en mi jardín”, sostuvo Ester, sonriendo.

Minutos después, Manu Chao regresó con otra caja. “Bueno, aquí tiene los Niké Fulminator-W”, comentó el vendedor. “Vienen dotados con tubos de oxígeno en la puntera, cordones aptos para maniatar cocodrilos, y una sirena anti incendios que, una vez activada, puede oírse hasta en el Círculo Polar Ártico”, argumentó el empleado, seguro de la calidad del producto que ofrecía. “No entendés, chiquitín”, murmuró Ester, en tanto comenzaba a acariciar con mayor fuerza su bastón siempre tembloroso. “No, señora, es que a usted nada le viene bien”, respondió Manu Chao, alzando la voz. “Quiero algo simple, como para usar todos los días”, sostuvo la anciana, en un intento por serenar la situación.

“Entonces le ofrezco los Pantera Chueca Air Max: zapatos con un dispositivo que le permite hipnotizar cobras, hornalla para preparar huevos fritos sin colesterol y motor de lancha por si necesita acelerar el paso...”, insistió el vendedor.

“Basta, me voy”, murmuró Ester, poniéndose de pie. “No, usted no se va sin antes ver el modelo Rinoceronte Albino X...”, el vendedor no alcanzó a completar la frase: la anciana se había enfurecido. Al instante, Ester extrajo de su bolso un lanzallamas portátil que siempre llevaba consigo para espantar a los mosquitos, y derritió los zapatos que Manu Chao sostenía entre sus manos. Iracundo, el empleado trató de quitarle el arma pero Ester, haciéndose a un costado, esquivo el intento del vendedor para luego aplicarle una llave de lucha grecorromana que derivó en un calambre que inmovilizó al impetuoso joven.

El incidente se iniciaba por algo inesperado: un par de zapatos. Atenta a los movimientos de la anciana, la empleada que aún daba vueltas en bicicleta llamó al personal de seguridad de la tienda: tenían que librarse de Ester. Enseguida, un agente se presentó delante de la anciana: era Mister T. Sin mediar palabra, el moreno tomó a Ester de los cabellos y, con inaudita violencia, la arrojó de cabeza sobre un refrigerador que, abierto, ofrecía bocaditos de ornitorrinco a todos los clientes que poblaban el comercio.

Sin darse por vencida, Ester pudo librar su cráneo del hielo que cubría el freezer y, apenas reacomodándose el vestido, responder a la agresión propinada por el agente. Obviamente, Mister T no esperaba tal acción. Por el contrario, el moreno se había colocado casi de espaldas a la anciana, y se dedicaba a firmar algún que otro autógrafo a los presentes que lo habían reconocido.

Sigilosa, Ester sostuvo el bastón entre sus manos, tomó un pequeño envión y, usándolo a modo de garrocha, se lanzó con los pies hacia delante, castigando de lleno el rostro de la musculosa celebridad. Desprevenido, Mister T cayó de espaldas sobre el ventanal principal de la zapatería, destruyó el cristal y rodó por la vereda hasta dar en la calle. Una vez allí, intento incorporarse pero no pudo hacerlo: una motocicleta en contramano, conducida por un doble de Julio Iglesias, le pasó velozmente por encima de la espalda, dejando inconsciente al moreno.

Finalmente, descalza y bastón en mano, Ester salió a la calle y decidió postergar para otro día la compra de ese bendito par de zapatos. Agitada aún por el esfuerzo, la anciana se subió a su automóvil y puso proa al norte, con destino a la casa de Steven Segal; amigo al que no visitaba desde hacía mucho tiempo.

“Este mundo no es apto para ancianos”, meditó antes de acelerar y emprender el viaje. “Pero yo me ocuparé de cambiar eso y muchas cosas más...”, concluyó Ester. Así, sacó un habano de la guantera, lo encendió, puso un disco de Marilyn Manson en la compactera de su Toyota, y se perdió en la noche de Oslo, segura de estar cumpliendo con su destino de guerrera.



*Basado en una historia real

viernes, 18 de julio de 2008

Hoy presentamos: “Ester contra Bush”. (Capítulo II)

“Ese Bush me tiene harta”, murmuró Ester una noche, mientras jugaba a las cartas con El Increíble Hulk, Gabriel Batistuta, Batman y el gato Chatrán. “No te calentés, Ester”, contestó Chatrán, al tiempo que vaciaba de un trago su vaso de ginebra. “El mundo ya no necesita de superhéroes”, agregó el felino.

“No me vengas con eso a mis 75 años... A ese muchachito alguien tiene que ponerle los puntos”, comentó la anciana. Rápidamente concluyeron el juego y cada uno decidió regresar a su casa. “Batman, dejá que al batimóvil lo manejo yo, te noto algo dormido...”, sostuvo Batistuta. “Dale”, le agradeció Batman. “Estoy muerto: hoy estuve haciendo un pozo en la baticueva para instalar de una vez el gas natural y no sabés como me duele la espalda”, concluyó el encapotado. En breves segundos, el estacionamiento de Ester quedó vacío y en silencio.

Completamente sola en su casa, Ester daba vueltas una y otra vez. “Ma’ sí”, dijo en un momento. “Ese cangrejo norteño me va a escuchar”, resongó. Concluido esto, preparó un bolso en donde metió algunas enaguas, un par de corpiños a prueba de granadas, un peine y una ametralladora M 16. Finalmente, le dio de comer a la piraña que la anciana cría en su bañera y partió rumbo al aeropuerto de su ciudad, Oslo.

Cuando despertó, el Boeing 777 en el que viajaba ya sobrevolaba Washington. Luego del aterrizaje, tomó un taxi en la avenida Stevie Wonder y no paró hasta dar con el enrejado que antecede a la Casa Blanca. Decidida, se acercó hasta la entrada para hablar con el guardia que allí se encontraba.

“Flaquito, decile a Bush que Ester vino a verlo”, le comentó la anciana al hombre de seguridad. Por el contrario, el uniformado apenas le prestó atención. “¿Me ignorás? Ahora vas a ver...”, murmuró Ester, mientras procedía a treparse por una de las rejas. “Señora, deténgase”, le advirtió el guardia. Pero sus palabras sólo llegaron a ser eso: una tardía advertencia. Un cabezazo dado por la anciana con el parietal derecho dejó inconsciente al militar.

Ester avanzó, rápida y decidida, por el jardín, con la ametralladora tambaleando entre sus manos arrugadas por tantos años de trabajo y sacrificio. “Salí, George, o entro yo y se pudre todo”, amenazó la anciana, casi a los gritos. Un segundo después, una puerta se abrió y un hombre alto, con barba de 3 días, y vestido sólo con una camiseta de Boca Juniors de Argentina, se presentó a recibirla. Era Bush.

“¿Qué sucede, servil viejecita?”, preguntó Bush. “¡A vos qué te pasa!”, lo increpó Ester. “Te metés en Afganistán, Irak, Corea y pronto lo vas a hacer en Sudamérica”, le respondió, enojada, la mujer. “¡Terminála de una vez, querido!”, agregó ahora, sacando del bolso su bastón modelado en sauce llorón. “Ancianita subdesarrollada, andáte a tomar la pastilla. Yo hago con el mundo lo que se me antoja”, contestó Bush.

“Eso es lo que vos te creés...”, lo interrumpió Ester, para luego apretar el gatillo de su M 16 hasta no dejar un vidrio sano en todo el frente de la Casa Blanca. El Presidente de Yanquilandia, asustado, se lanzó cuerpo a tierra, tapándose los oídos con las manos. “Deténgase, por favor. Mis dientes son sensibles al crepitar de vidrios estallando en mil pedazos”, suplicó Bush, entre lágrimas.

“Está bien”, dijo la anciana. “Pero esto no termina acá: ahora te quiero sobre mis rodillas: voy a nalguearte por ser mala persona”, explicó Ester. Y Bush, obedeciendo, se colocó sobre las rodillas de la anciana. Obviamente, como sólo estaba cubierto con la remera de Boca Juniors, su trasero blanco, y con algún que otro grano de fuerte carga sebácea, se entregó dócilmente al castigo furibundo de la abuela guerrera.

Cuando Ester partió de la Casa Blanca, custodiada por un pelotón de la Guardia Nacional y media docena de tanques y cazabombarderos F 18, Bush presintió que, de portarse nuevamente mal, la anciana regresaría por él. Así, al otro día retiró todas las tropas que tenía por ahí, aniquilando al mundo, y se afilió al sindicato de taxistas de Washington: su sueño siempre había sido conducir un auto viejo, con olor a canario muerto y sin stereo.

Por su parte, Ester decidió hacer un poco de ejercicio y regresó nadando a Suecia. De esta forma, marcó un nuevo record de velocidad hídrica en lo que a estilo pecho se refiere. Al llegar, Batman y Chatrán la esperaban en la costa. Sonrientes, y algo ebrios por algún que otro barril de cerveza bebido en el camino, ambos le dijeron al unísono: “Ester, lo has hecho otra vez”.

La abuela tomó su bastón, caminó con dificultad, pero sonrió con fuerza. Al hacerlo, se dio cuenta de otro detalle: en su travesía a nado, a través del Atlántico, había perdido otro diente. El penúltimo natural que le quedaba. Pero no le importaba. “La seguridad del mundo bien que vale un diente menos”, pensó, y partió con sus amigos rumbo a un bar en donde, por una vez, pudiera al fin beberse un vodka con bastante hielo y mirar alguna de sus telenovelas favoritas.



*Basado en una historia real.


jueves, 17 de julio de 2008

Hoy presentamos: “Ester contra los empleados bancarios”. (Capítulo I)

Mañana fría en Oslo, Suecia. Engripada y escupiendo a través de la ventanilla baja, Ester estacionó su Toyota Corolla justo en medio de la avenida Libertad Lamarque. Bajó con rapidez y se dirigió a la sucursal del banco “Te-Chupo-La-Sangre S.A.” con el honesto fin de cobrar su jubilación.

“Señora, le hemos descontado de su jubilación $ 100 por impuesto a la respiración excesiva, $ 32 por agacharse a sacar las prendas mojadas de su lavarropas, y $ 17 por votar con la mano izquierda durante las últimas elecciones”, le dijo el cajero al tiempo que, risueño, masticaba violentamente un chicle con sabor a delfín guatemalteco.

“Eso no puede ser”, contestó Ester, casi enfurecida. “Lo lamento, viejita”, agregó el empleado, riéndose.

La anciana no podía soportar tal atropello. No señor. Ciega de rabia, tomó su bastón modelado en madera de sauce llorón y destrozó de un golpe el cristal que la separaba del cajero. “Viejita, llamaré al Gerente si te seguís haciendo la difícil”, la amenazó el empleado. Igualmente, la decisión no se hizo esperar: conduciendo una Harley Davidson modelo ´67, el Gerente apareció en el hall central del banco.

“A mí no me van a descontar eso...”, lo increpó Ester, rápidamente. “¿Ah no? Le vamos a sacar eso y mucho más...” comentó el Gerente, mientras encendía un Marlboro Light sin filtro y procedía a destapar una botella de cerveza que llevaba oculta entre sus ropas.

“Mire, no quiero, a mis 75 años, tener que recurrir a la violencia...”, le advirtió la anciana. “Pues úsela si quiere, somos dos y le ganamos fácil...” la desafió el Gerente.

Ester no se hizo rogar. Diez años practicando kick boxing y 38 peleas como boxeadora profesional no habían sido en vano... Ágil como una pantera, dio un salto y le colocó al Gerente una patada voladora que lo hizo caer abrazado a su Harley. A su vez, cuando el empleado intentó practicarle un piquete de ojos, Ester se agachó y le aplicó una barredora al talón que lo hizo trastabillar, y luego un gancho de derecha que hizo volar al joven justo hasta la bóveda central del edificio.

Pero ambos, empleado y Gerente, se recuperaron fácilmente y se le fueron encima a la anciana. Ester respiró profundo -descuéntele $ 4 más por esa cantidad de oxígeno malgastada, jefe, le dijo el cajero al Gerente- tomó su bastón, lo agitó en el aire y lo ocultó bajo su axila izquierda. “Esto se llama Bo”, dijo la mujer. “Y aprendí a usarlo muy bien durante los 30 años que estuve en Japón como estudiante de intercambio”, agregó. Luego, dio media vuelta y, a una velocidad similar a la de la luz, colocó distintos golpes en la rodilla y en la encía del empleado, y un fuerte palazo en una de las orejas del Gerente. Los dos quedaron inconscientes...

A su alrededor, todo el mundo corría y gritaba. Con tranquilidad, Ester se acomodó el pelo y la pollera campana que llevaba puesta y salió a la calle. Luego aceleró su Toyota y se perdió velozmente por la calle Jean Paul Belmondo. Se sentía satisfecha: había ganado respeto y no le habían descontado nada de su jubilación. Pero, más allá de eso, otra cosa había sucedido: alguien inesperado había surgido para luchar a favor de los tristes y desahuciados. Por los pobres y por los que tienen re poco. Por los indecisos y los que siempre votan a los mismos. Por los que defienden a las ballenas y luego comen caviar.

Ester se hacía llamar, pero pronto, en los círculos envidiosos de los superamigos, la anciana valerosa comenzaría a ser conocida como “La Abuela Guerrera”...

*Basado en una historia real