lunes, 17 de mayo de 2010

Hoy presentamos: Ester contra Papá Noel (Capítulo VIII, 1º parte)

“Tu nieto está de rehén”. Apenas eso mencionaba la nota que Ester encontró, durante una mañana de sol en Oslo, en el interior de su heladera; justo dentro del cajón de las verduras y legumbres. La anciana de 75 años tomó el papel y lo apretó entre sus manos arrugadas. Una hora después, el teléfono sonó en el baño; a un costado del inodoro: “Lo tiene Papá Noel, alias Santa Claus, alias San Nicolás, alias Viejo Pascuero...”, murmuró una voz muy parecida a la de Saddam Hussein. Luego, la comunicación se cortó. Era raro, ¿qué hacía su nieto con Papá Noel en pleno marzo? ¿por qué lo habría secuestrado el simpático personaje navideño? Enseguida, la jubilada comprendió que, para sacarse toda duda y reunirse con el pequeño de 5 años, debería llegarse hasta el Polo Norte. Pero, una vez más, el reuma la tenía complicada. Esta vez, no podría hacerlo sola.

Así, tomó su Toyota Corolla y, con la pollera a medio abrochar, en un segundo se presentó en la taberna “La Musaraña”; lugar de reunión de algunos de sus amigos. “Yo no voy, estoy resfriado”, se atajó el inefable gato Chatrán, mientras comía unas papas fritas. “Mañana tengo turno con el dentista: van a sacarme una muela”, murmuró Batman. “Soy vegetariano”, exclamó Gabriel Batistuta. Nadie podía (en realidad, no quería) acompañarla. “Es que tampoco conocemos el camino, diosa”, dijeron los 3 a coro. “¿Por qué no ubicás a los Reyes Magos? Ellos sí pueden ayudarte”, sugirió Anthony Hopkins, quien disfrutaba de la tradicional Sopa Con Gusto a Pluma de Loro que, desde que nació David Bowie, se sirve todas las tardes en el lugar.

Y ahí salió Ester, habano entre los labios, por las calles de la capital sueca en su nave-auto. Todos lo sabían: la tarea sería difícil: tras una pelea poco clara, los Reyes Magos se habían separado hacía unos 6 años. Al parecer, en una oportunidad Gaspar intentó seducir a una fan de Melchor, y el altercado terminó con un enfrentamiento a las trompadas, entre los 3 monarcas, durante una cena en Disneyworld. Tras una breve investigación, con la ayuda del Inspector Gadget, la anciana comenzó a rastrear a los ex amigos.

Rápidamente, dio con Melchor: estaba detenido en una prisión uruguaya. Según comentó la policía del lugar, el barbudo se encontraba procesado por efectuar una broma pesada. Había puesto un pichón de mamba negra en el placard de una niña de 7 años, y ésta, tras sufrir un ataque de paludismo y la caída de cabellos impares, concluyó por armar una banda de coleccionistas de platos sucios que, una tarde de octubre, intentó secuestrar a Andy García. Tras pagar la fianza, la abuela guerrera logró que Melchor se integre a la arriesgada expedición.

Luego, contactaron a Gaspar. Tras la disolución del trío, el Rey Mago se había instalado en las afueras de Sevilla, España. Allí, de acuerdo a las palabras de su ex esposa, el bigotón formó una banda de motociclistas que, para el terror de los vecinos, todas las noches se ocupaba de pisotear jardines y perseguir, disfrazados todos sus componentes de camello, al basurero de turno. Cuando la anciana lo encontró, Gaspar justo estaba afeitándole el hocico a un perro rengo, mientras sus compañeros se comían una pizza de jamón y morrones. Explicado el plan, el Rey Mago no dudó en unirse a la comitiva: “Papá Noel es un gordo afeminado. Se hace el hippie con esa barba llena de piojos, y después se viste de rojo para que Coca Cola le pague. Gordo vendido...”, comentó.

El más difícil de convencer fue Baltasar. El negro se había vuelto todo un empresario: dueño de una productora discográfica, también regenteaba un lavadero de autos, un criadero de pollos optimistas, y además poseía el 51 % del pase de David Trezeguet, jugador de la Juventus de Italia. Según dicen, se lo podía ver, todos los fines de semana, conduciendo una Ferrari verde en el centro de Londres. Además, Baltasar había hecho otras cosas como, por ejemplo, grabar un disco de rap en compañía de estrellas como Sheryl Crow, Ernesto Sábato, el Sai Baba o Jim Carrey. Adepto a la beneficencia, cada fin de año solía recorrer las calles londinenses, en compañía de su amigo Robbie Williams, con el objetivo de repartir dinero y ropa sucia entre los mendigos del lugar.

“No me interesa”, contestó, en cuanto Ester y el resto de los Magos le contaron el motivo de la reunión. “En un par de días me voy de gira con Slash y los Velvet Revolver, no tengo tiempo. Además, estoy escribiendo un guión para una serie de televisión que va a destrozar a los Simpsons...”, completó Baltasar. “Es por una buena causa, canuto”, lo increpó Gaspar. “¿Contra quién es la cosa?”, preguntó el negro. “Contra Papá Noel... y es por mi nieto...”, musitó la abuela guerrera, bajando la vista.

Baltasar se mordió los labios, encendió un Lucky Srike y estornudó 9 veces seguidas. “Ese Papá Noel... una vez me trató de ridículo porque ando en bicicleta sin manos, y se burló de la uña encarnada que tengo en el pie derecho... Ok, ¡Vamos contra él!”, gritó. Y todos, formando un círculo, se abrazaron.

Al otro día, Ester consiguió que He-Man le prestara su trineo de última generación, armado con granadas, lanzamisiles y medias con olor a camionero mexicano. Reunidos en la casa de la anciana, la cobra de Ester (María del Carmen) se ocupó de prepararles unos sandwichs de mangosta para que comieran en el viaje. Ya en sus respectivos trineos, Ester recitó el himno nacional sueco, escupió a un vecino que intentó sacarle una fotografía y, pegándole con una ojota al perro más adelantado, dio inicio al viaje.

“Polo Norte, allá vamos”, dijo Gaspar, y se empinó la botella de ginebra que llevaba con él. A lo lejos, un brazo se ocupó de despedirlos. Pero, en realidad, sucedía todo lo contrario. Era el gato Chatrán, pero no estaba saludando sino que, completamente desnudo y borracho, se había caído en una zanja llena de agua y ahora pedía auxilio. Alejándose con velocidad, los expedicionarios no pudieron escucharlo.


Continuará...


* Basado en una historia real

Hoy presentamos: Ester contra Papá Noel (Capítulo VIII, 2º parte)

“¡Qué frío que hace, vieja!”, se quejó Melchor. “Tranquilo que ya llegamos”, murmuró Ester, apurando el paso de su trineo. Y tenía razón, tras 2 semanas de viaje, el cartel de la villa “Acá vive Papá Noel”, ya podía visualizarse en el horizonte. Nieve y más nieve, el Polo Norte se asemejaba a todas esas cosas que uno ve por televisión ¿o no, lector? “Parece una pista de algodón”, comentó Baltasar en una oportunidad. “Negro, no me digas que otra vez te estás fumando el relleno de la almohada...”, bromeó Gaspar. “Solamente estuve masticando un par de hongos que encontré por ahí, pero no creo que eso me haga mal”, sentenció, serio, Baltasar, para luego ponerse en cuatro patas y desafiar a los perros de su trineo a una carrera a través del campo congelado.

Al mediodía, dieron con la entrada principal del lugar. Una mujer-guardia, escoltada por un ciempiés y armada con un secador de pelo, los detuvo: era Isabel Allende. Vestida con una campera estampada con el rostro de Raphael, un pantalón corto de la Selección portuguesa de fútbol, y descalza, la escritora no dejaba de mascar chicle mientras intentaba, con la ceja izquierda, hipnotizar a una mosca que justo revoloteaba por el lugar. “Alto, maracas”, les ordenó. Los Reyes y Ester se detuvieron. Después, trataron de solucionar todo mediante el diálogo. Demasiado tarde, en cuanto Isabel Allende se agachó para comerse a una hormiga colorada que la estaba mirando, Baltasar le propinó un rodillazo en la oreja que la dejó inconsciente. Así, nuestros héroes penetraron en la villa...

Enseguida, dieron con la casa principal: un castillo medieval que se erigía por sobre un centenar de construcciones pequeñas, humildes, hechas con papel higiénico y restos de comida. “Pobres, en esas casuchas seguro que viven los duendes que le ayudan a preparar los regalos. ¡Gordo explotador!”, murmuró Gaspar, y se mandó otro litro de ginebra casi sin respirar. La abuela guerrera tomó su afamado bastón, modelado en madera de sauce llorón, y golpeó tres veces la puerta de la fortaleza papal. Enseguida, un hombre regordete, a medio afeitar, y con aliento a caballo, salió a recibirlos: se trataba de Luciano Pavarotti. “¡Qué Quieren!”, tronó el tenor y, sin disimulo, procedió a arrancarse un diente. “Buscamos a Papá Noel”, contestó Ester. “¡Yo soy Papá Noel, alias Santa Claus, alias San Nicolás, alias Viejo Pascuero!”, siguió gritando el barbudo. Todos enmudecieron.

“Vine por el Peque, mi nieto...”, siguió la anciana, al tiempo que elevaba su bastón. “¡Ah! ¡El enano neumático ese!”, dijo Papá Pavarotti. “¡No sirve para nada! ¡Lo tengo armando regalos y es un desprolijo!”, vociferó. “Es un niño ¿por qué lo secuestraste?”, lo interrogó Melchor. “¡Porque el chico tiene el pelo largo y yo me estoy quedando pelado! ¡Lo envidio! ¡Voy a secuestrar a todos los pelilargos como él, Brian May, Johnny Deep, o Luis Miguel!”, siguió gritando el panzón. “Luis Miguel es calvo”, lo interrumpió Baltasar. “¡No me importa! ¡Una vez tuvo pelo y ahora tiene plata para hacerse implantes!”, ladró. “Basta”, se interpuso Ester. “Dame a mi nieto”, agregó.

“¡Jamás!”, dijo Papávarotti. “Muchachos... ¡A ellos!”, indicó el navideño y, al instante, un centenar de enanos depilados de la rodilla para arriba se abalanzó sobre los recién llegados. No duró mucho: Los Reyes Magos se colocaron con celeridad, cada uno, una falda color rojo, unieron sus manos, y comenzaron a bailar una canción de los Depeche Mode. Alzando sus pies, lanzaron patadas de un lado a otro, despejando el paisaje de todo enano posible.

Desencajado, Papávarotti intentó perderse dentro del castillo. Pero la abuela guerrera no se lo permitiría. Lanzándole el bastón, hizo trastabillar al italiano, quien cayó levantando una oscura nube de tierra. Ya de pie, Varotti apenas pudo adivinar el salto de Ester, su permanencia en el aire por 16 segundos, el cuerpo agazapado, casi como una bolita, y después los puños de la abuela lanzados hacia adelante, rígidos, y el impacto certero de dos trompadas en la axila y laringe del italiano. Luego, la anciana apoyó una mano en el piso, elevó su cuerpo verticalmente y, cabeza abajo, comenzó a girar, como un trompo arrugado, a una velocidad vertiginosa. Por fin, separó una de sus piernas y, con el taco de su zapato, dio de lleno en la sien del tenor. Recitando un Ave María en ecuatoriano básico, Pavarotti se derrumbó, completamente aturdido.

Tras el silencio, un rumor de pies puso nuevamente en guardia a los visitantes. Pero no había que preocuparse: era el Peque: el nieto de la abuela guerrera. Al instante, el niño y la anciana se fundieron en un abrazo. Luego, apareció alguien más: delgado a raíz de una huelga de hambre iniciada a modo de protesta, el verdadero Papá Noel se presentó ante ellos. Pavarotti lo tenía encerrado en una de las torres del castillo. Y había procedido a ocupar su lugar. Los enanos, repuestos ya de la golpiza, saltaron y patearon, rebosantes de felicidad, al cuerpo inerte de Pavarotti. La Navidad estaba otra vez a salvo. Rápidamente, los Reyes, Ester, y el pequeño se montaron en sus trineos. De nuevo en su puesto, Isabel Allende intentó detenerlos mediante un recurso siniestro: comenzó a recitarles, de memoria, una de sus últimas novelas. Por fortuna, los perros corrían rápido: nuestros amigos abandonaron la villa “Acá vive Papá Noel” y salvaron sus oídos, milagrosamente, antes de que la chilena completara el capítulo uno de “La Ciudad de las Bestias”.

Ya en Oslo, la anciana comprimió entre sus brazos a los Reyes Magos. “Chicos, no se peleen más: la infancia los necesita”, comentó. Y, esbozando una sonrisa, agregó: “Y vengan a visitarme: todos los jueves hago torta de chocolate y dulce de leche. Los espero...”. Los Reyes guiñaron un ojo, dieron media vuelta y partieron. Melchor y Gaspar iban charlando, a pie, cuando Baltasar los alcanzó en su Ferrari verde. “Suban, pavos, que los invito a tomar un tequila”. Y así desaparecieron, rumbo a “La Musaraña”. Una vez allí, dieron con Chatrán, Batman, Batistuta, y Anthony Hopkins, que aún permanecía en el lugar. Entre copas, bocaditos de barro, y cabezazos contra las paredes, los Magos nuevamente sellaron su amistad.

A cuadras de allí, Ester relataba, a su nieto, un cuento de Horacio Quiroga con el fin de que éste se entregue, de una vez, a la calidez del sueño. Luego, apagó la luz, y se dirigió al comedor donde, pronunciando malas palabras y tirándose gases ininterrumpidamente, la cobra María del Carmen hablaba por teléfono con su amiga, la rana René. Sin emitir sonido alguno, la anciana guerrera se tiró a dormir sobre el sofá. Estaba completamente agotada. Y el reuma persistía. Aún así, lo había logrado: su nieto estaba con ella. Ahora, sólo le faltaba una razón para recuperar la sonrisa: dar con el paradero del ser más preciado: su siempre adorada hija.


* Basado en una historia real

domingo, 16 de agosto de 2009

Hoy presentamos: Esa dulce mascota... (Capítulo VII)

“María del Carmen, vení para acá...”. “Dale, dejá de hacerte la graciosa y salí del placard”. “María del Carmen, me vas a hacer enojar y voy a terminar regalándole los ratones a Garfield”. Nada. Silencio absoluto. Otra vez se había escapado...

Como en aquella oportunidad en la que incendiara un cine, robara una ambulancia que trasladaba a un sordomudo atragantado con mejillones, y mordiera en un codo a Bugs Bunny, María del Carmen –la mascota de Ester- nuevamente había salido de paseo por las calles de Oslo. Encontrarla no sería fácil, sobre todo si tenemos en cuenta de que se trata de un ejemplar de cobra egipcia, experta en pintura renacentista, dotada de un Master en Ingeniería Electrónica (Universidad de Oxford) y hablante de 7 idiomas (entre ellos, tehuelche mediterráneo)

“Esta vez la dejo una semana sin chatear...”, se prometió para sí, mareada, la abuela guerrera. Y tratando de vencer a su persistente reuma, la anciana de 75 años se colocó los patines que había robado, en 1976, de la casa de Gabriel García Márquez, tomó su bastón modelado en sauce llorón, y partió a buscar a la fugitiva. Obviamente, María del Carmen siempre tomaba el mismo recorrido: iba al zoológico a reírse de los ciervos, hacía trastabillar a los ancianos en la plaza “Juan Luis Guerra”, hipnotizaba a los taxistas o apostaba sus ahorros en el hipódromo de la ciudad.

En más de una oportunidad, Ester la había encontrado intentando sobornar a un policía tartamudo, o a punto de alquilar un automóvil para luego estrellarlo contra el ventanal de un Mc Donald.

La cobra siempre creaba problemas, y esta era una particularidad constante desde que el reptil irrumpiera en la vida de la abuela guerrera. María del Carmen había sido un regalo que Mick Jagger le hiciera, en 1968, a una joven Ester. Enamorado de la ¿heroína? el Stone también había compuesto una canción para la anciana: “Angie”. El sentimiento habría surgido a raíz de la labor en percusión que la abuela guerrera desempeñara durante la grabación del single “Paint it Black”. Aún así, Ester jamás se mostró cercana a las pretensiones del vocalista inglés. Muy por el contrario, en una oportunidad –y ante un intento de beso perpetrado, violentamente, por Jagger- la abuela guerrera se ocupó de patearle 40 veces los riñones hasta que el stone finalmente prometió no volver a acosarla.

Pero volvamos a lo nuestro. Agitada por el esfuerzo, Ester clavó los frenos de su medio de locomoción justo frente a la “Asociación Sueca de Padres con Varicela”. Prácticamente al instante, un hombre vestido de hombre se acercó para confiarle a la abuela una noticia imprevista: María del Carmen había visitado una sucursal del Banco “Te-Chupo-La-Sangre S.A.” para solicitar un crédito a nombre de la anciana. Furiosa, y tras firmar una serie de papiros abundantes en cifras e intereses, la abuela guerrera continuó su búsqueda.

El instinto de superhéroe -con problemas de artrosis- la obligó a detenerse en el 740 de la Avenida Gerard Depardieu. Allí se ubicaba un templo de la iglesia “Tu Contribución hace mi Mansión”. Tarareando una canción de Eros Ramazzotti, Ester ingresó en el sagrado condominio. Segundos después, un sacerdote de ojos color sangre, haciendo piruetas sobre un skate, franqueó el andar de la anciana. “¿Viene a contribuir, hija vieja mía?”, la abordó el cura, al tiempo que fumaba un cigarrillo sin marca; dotado de un aroma un tanto particular... “No, chupacirios, busco a mi mascota...”, contestó una malhumorada Ester.

“¡Ah! La viborita dice usted...”, continuó el representante del Señor, al tiempo que se pellizcaba las piernas por debajo de la sotana. La abuela asintió con desgano, casi sin mover su cabellera repleta de canas. “Bueno, vieja hija mía... la rastrera estuvo aquí y yo le dejé hacer...”, continuó el hombre mientras, excitado, procedía a meter su mano bajo la vestimenta oscura para luego arrancarse algunos pelos del pecho.

“¿Y qué hizo?”. “Bueno, no mucho: casó a 2 parejas de presos, mordió la rodilla de una estatua a San Pedro, robó un par de botellas de vino, y además me hizo jurarle, acostado sobre el altar, que Dios se ríe a diario de la nariz de Ringo Starr... Pero ya se fue...”, completó el hombre santo, para luego apagarse en la oreja derecha el cigarrillo extraño que antes fumara.

Ofuscada, y dándose un fuerte impulso con su bastón modelado en sauce llorón, Ester volvió a las calles. A dos cuadras del templo, sobre la Avenida Kirk Douglas, una multitud y un ataque de risa la obligaron a detenerse. Cientos de suecos, en calzoncillos boxer y propinándose un sinfín de bofetadas, saltaban arriba de sus automóviles al grito de “Se siente; Se siente: ¡Carmen Presidente!”. Sí, la cobra había fundado un partido político. “Alianza para un colmillo sin caries” era su nombre, y ya contaba con dos candidatos a senador: una mujer pelada y con los pies planos, y un enano panzón que no dejaba de hurgarse la nariz con el periscopio de un submarino nuclear panameño.

Cansada de buscar, Ester saltó los automóviles reunidos, esquivó a una rana preñada que justo pasaba por allí, y puso proa con destino a su casa. Una vez allí, y tras eludir a una bolsa de cebollas abandonada en su vereda, la anciana se mostró sorprendida al oír una serie de gritos y aullidos que provenían del living de su casa. Al ingresar al lugar, se encontró con que el televisor estaba encendido. Sobre el sofá, y apoyada en el control remoto, María del Carmen dormía profundamente.

En la pantalla encendida se veía el programa favorito de la cobra: la serie “Empuje a su perro Chihuahua por la escalera”, emitida por el canal Morboso Planet. Aliviada, Ester se dejó caer en el sofá: su amada mascota había aparecido.

Repuesta del enojo, tomó una manta y procedió a tapar con cuidado a la serpiente. Una vez hecho esto, la abuela guerrera pudo retirarse a tomar una ligera siesta. Una siesta en la cual podría al fin soñar con una María del Carmen transformada en mujer; esa hija extraviada que Ester nunca había dejado de buscar...



*Basado en una historia real